Durante los siglos anteriores a la plena Edad Media, la intelectualidad, la única posible, pertenecía al estamento clerical. Fueron por tanto ellos los que sostuvieron ideológicamente el orden social, económico y político existente. Ellos defenderán la jerarquía reinante mediante la teoría de los tres órdenes, que surge ya en torno al año mil, para justificar todo el orden feudal previo.
Ya en el pleno Medievo, con un orden social más evolucionado, surgen otra vez una serie de intelectuales encargados de dotar de una cobertura ideológica a los nuevos acontecimientos. La mayoría siguen siendo eclesiásticos, aunque tendrán una visión diferente y más acorde con los nuevos tiempos. El redescubrimiento de Aristóteles y la adaptación de sus teorías al pensamiento cristiano por Santo Tomás de Aquino será un buen punto de partida. Ya Juan de Salisbury y sobre todo Enrique Bracton, habían empezado a rebasar los viejos esquemas feudales, y dudaban de la legitimidad del monarca si éste se situaba por encima de las leyes. Surge así cierta separación entre lo estrictamente divino y lo legal. Santo Tomás, conocedor de Aristóteles en base a las traducciones de sus colaboradores San Alberto Magno y Guillermo Moerbeke así como de Averroes y otros sabios musulmanes y judíos, admitía igualmente la existencia de una serie de leyes naturales que regulaban de alguna manera el poder, que residía en la voluntad popular.
A pesar de que todas estas teorías, parecían de alguna manera, restar poder a los monarcas de los diferentes reinos, defendiendo que las leyes naturales estaban por encima del Estado, y que el poder ya no viene de Dios, sino del pueblo, a lo que verdaderamente estamos asistiendo es a una separación entre el poder divino y el poder legal. Así mientras estaba más que superada la posibilidad de que el emperador influyese en un reino concreto, estas nuevas teorías también apartaban al papa y a la Iglesia de inmiscuirse en los asuntos de las diferentes monarquías. Nadie estaba por encima de las leyes naturales. Así Juan de París, ya en el siglo XIV, dirá que la autoridad real se apoya en la voluntad popular y no del pontífice, mientras que Marsilio de Padua hablará incluso de la posibilidad de derrocar al rey si éste no cumple la voluntad del pueblo.
¡Por lo tanto solo ante sus súbditos ha de rendir cuentas el monarca!
Esta nueva situación, que hace al rey independiente de toda influencia exterior, hará a la vez que el soberano tenga que enfrentarse a las contradicciones internas de sus propios reinos. Por un lado tratará de articular y administrar sus dominios con todos los medios a su alcance, mientras intentará contener a una nobleza poderosa, que verá mermados sus privilegios y hará todo lo posible para no perderlos, aún a costa del propio rey. Al mismo tiempo, los habitantes de las ciudades, algunos de ellos enriquecidos enormemente gracias a las actividades comerciales, reclamarán también su lugar dentro del sistema. Por lo tanto, y coincidiendo con la llamada crisis del siglo XIV, asistiremos a una serie de enfrentamientos civiles e internacionales, así como a una serie de reivindicaciones y conflictos sociales que caracterizarán los dos últimos siglos de la Edad Media.
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