martes, 23 de febrero de 2010

EL PODER POLÍTICO EN LA BAJA EDAD MEDIA (I)


El Medievo es un periodo muy largo, que según la mayoría de los historiadores dura en torno a mil años, es decir desde la caída del Imperio Romano de occidente, a finales del siglo V, hasta la desaparición del de oriente frente a los turcos en 1453. Ni que decir tiene que no debemos imaginar este periodo como un lapso homogéneo y equilibrado que va desde el final de la Antigüedad hasta el Renacimiento. Así, y centrándonos ya en las estructuras políticas, no es comparable el modo de vida y el poder que acaparaba un rey franco en el siglo VI con el de un rey de la Francia del siglo XIII. Así como tampoco podemos comparar al noble normando del siglo XI con un aristócrata inglés del siglo XV.

Así como periodo heterogéneo que es la Edad Media, y en base a la división clásica que de ella se hace, entre alta, plena y baja, nos vamos a centrar en el periodo central, quizá el periodo medieval por excelencia, o al menos el que ejemplifica todos los estereotipos e ideas que la gente tiene sobre esta etapa histórica.

Desde la caída del Imperio Romano, y describiré esto a grandes rasgos, hasta aproximadamente el siglo XII asistimos a una casi completa desaparición del poder central. Nada parecido a Roma queda ya en Europa, y sobre sus ruinas surgen un montón de entidades políticas menores, sin apenas relación entre ellas, en tanto desaparece casi completamente el modo de vida urbano, el comercio y la agricultura basada en los grandes latifundios. A parte, el empobrecimiento cultural es latente en todos los ámbitos. Solo la Iglesia y el sistema de relaciones feudovasalláticas dotarán cierto orden a este caos altomedieval, que salvo el interludio que supuso el Imperio de Carlomagno, durará hasta pasado el año mil.

Durante este periodo que acabamos de describir, en lo que se refiere al poder político, lo más destacable son las luchas que entre Roma y el Imperio van aconteciendo. La vieja lucha entre los papas, que reclaman, como representantes de Dios en la tierra, el poder efectivo sobre la Cristiandad, y los emperadores que hacen lo propio como reyes de reyes que pretenden ser, ungidos por el pontífice, que a través de Dios les entrega la legitimidad para gobernar sobre los reinos cristianos. Así según la ideología imperial del momento el emperador debía centrarse en las tareas reales de gobierno de la Cristiandad, mientras el pontífice debería centrarse en los asuntos estrictamente espirituales. Al césar lo que es del césar.

Andando el tiempo, en lo que llamamos plenitud medieval, a partir del siglo XI, asistimos a una serie de acontecimientos clave que principalmente se relacionan con un auge económico que tiene en la reactivación del comercio, el renacimiento urbano, la mayor productividad agrícola y el auge de la natalidad, sus máximos exponentes. Esto queda reflejado también en la forma de ejercer el poder político. Y es que en la tediosa lucha entre el Papado y el Imperio, ambos poderes salieron muy debilitados en contraposición con las monarquías nacionales. Es decir, con los reyes, que son los que verdaderamente gobernaban sus territorios, siendo la máxima autoridad en sus reinos, sin que ningún pontífice u emperador con ideas rancias y universalistas viniera a decirles lo que debían o tenían que hacer.

Y es que nuevas ideas acompañaban a los nuevos tiempos. Así surge toda una ideología de la mano de los intelectuales de la época, para justificar las nuevas concepciones del poder. Estos estudiosos y eruditos plenomedievales crearán toda una teoría, que romperá con las tesis teológicas previas, creando un incipiente espíritu laico.

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