jueves, 15 de abril de 2010

LA INVASIÓN DE IRLANDA POR LOS NORMANDOS (II) Notas sobre la conquista Normanda de Inglaterra



 


Antes de entrar de lleno con la invasión normanda de Irlanda es necesario que sepamos algunas cosas sobre la Inglaterra del momento, que en su día también sufrió una invasión por parte de los franco – normandos, a la que siguió un proceso de conquista y dominación. Este hecho apartó del poder a las elites sajonas y escandinavas que hasta el momento lo acaparaban, mientras se agrega un nuevo sustrato al ya de por sí complejo entramado étnico de la isla, en la cual a los componentes célticos, anglosajones y vikingos se suma ahora el de los descendientes de éstos últimos, que se habían cristianizado, feudalizado y hecho vasallos de los reyes de Francia, adoptando un modelo político y económico mucho más desarrollado que el inglés.

Hasta el año 1035 reinó en Inglaterra el danés Canuto, llamado el Grande, y que fue monarca de las coronas inglesa y danesa, lo cual nos da una muestra de la influencia que los escandinavos tenían en las islas británicas desde las invasiones vikingas. A su muerte heredaron el trono sucesivamente dos de sus hijos, el último de los cuales, llamado Canuto el Duro, teniendo al pueblo y a parte de la nobleza al borde de la rebelión, decide llamar a su medio hermano Eduardo, que estaba exiliado en Normandía, para que gobernara Inglaterra.

El reinado de Eduardo, llamado el Confesor, comienza en el año 1041, oficialmente como corregente de Inglaterra, junto a su medio hermano, aunque ejerciendo todo el poder de facto. Su gobierno fue tremendamente impopular, principalmente por su predisposición a elegir miembros de la nobleza normanda, que había traído de su exilio, para desempeñar altos cargos en la administración inglesa, discriminando a los aristócratas sajones y daneses. A pesar de ello quiso entroncar con la nobleza local, y así lo hizo, casándose en 1045 con Edith de Wessex, hija del conde sajón más poderoso de la isla, y descendiente de Styrbjörn Starke, el gran héroe de las sagas nórdicas. A pesar de esta unión, las disputas con la nobleza sajona fueron constantes.


Además Eduardo no tuvo ningún hijo, es más se decía que no llegó ni tan siquiera a consumar su matrimonio, lo cual estropeó aún más sus maltrechas relaciones que mantenía con los magnates del reino. Muerto Eduardo en enero del 1066 se abría un problema sucesorio que se saldó con la elección de Harold Godwison (a quien vemos en la ilustración, tal como se le representa en el tapiz de Bayeux), su cuñado y hermano de la reina Edith, que era en aquel tiempo no solo el hombre más poderoso de Inglaterra después del rey, sino un gran militar, como había demostrado en sus luchas contra los últimos reductos celtas en Gales, y como demostraría en breve, ya como rey, frenando la invasión noruega del rey Harald III, que aspiraba al trono inglés, derrotándolo en la batalla de Stamford Bridge, en septiembre del 1066, y de la cual, el erudito Islandés Snorru Sturlusson, nos ofrece una interesante crónica.
En octubre de ese año tendría que combatir a otro de los candidatos al trono inglés, Guillermo de Normandía, primo de Eduardo.

Las monarquías germánicas en aquel tiempo solían ser electivas, lo cual provocaba muchas veces gran inestabilidad a la hora de cambiar de monarca. En el caso de la España visigoda, por ejemplo, podríamos decir que se accedía al trono mediante el recurso al asesinato y a guerra civil, algo no muy diferente a la situación que en Inglaterra se vivía en estos años. Así eliminado el peligro de Harald III, Harold de Wessex debía de pasar una última prueba antes de asentarse cómodamente en el trono inglés.

Al igual que Harald el noruego, Guillermo el normando había planeado una invasión de Inglaterra en toda regla, contando con unos 3000 caballeros, mientras que los sajones al igual que los vikingos, apenas contaban con caballería, y mucho menos acorazada, y unos 5000 soldados de infantería. Harold de Wessex contaría con unos 6000 soldados de infantería, formada a base de levas campesinas (fyrd), no por ello menos poderosas por lo habituados que estaban a la guerra, y 2500 huscarles, o tropas de elite que conformaban la guardia personal de los reyes vikingos y anglosajones. Los sajones habían escogido un terreno en el campo muy favorable, ya que obligaba a los normandos a luchar cuesta arriba, lo cual demuestra una vez más la capacidad como general que tenía Harold de Wessex. Sin embargo los normandos nada tenían que ver con los vikingos derrotados en Stamford Brigde, ya que contaban con dos elementos muy favorables, que al final decidirán el destino de la batalla. Uno de ellos era la caballería pesada, y el otro los arqueros.

La batalla, que aconteció en Hastings en octubre del 1066, fue larga y complicada. Los sajones empezaron llevando las de ganar, en base al buen uso del ya tradicional muro de escudos germánico, muy útil frente a las cargas de caballería. Mas pronto la contienda se decidió del lado de los invasores, debido a una serie de errores tácticos que fueron muy bien aprovechados por Guillermo y los suyos. El propio Harold de Wessex murió en batalla. La leyenda cuenta que su cuerpo quedó literalmente destrozado tras el feroz combate, por lo que hubo serios problemas para identificarlo. Fue una de sus esposas, la bellísima Edith Cuello de Cisne, también llamada Edith la Bella, quien lo identificó, para poder así ser enterrado con honores de rey, en la abadía de Waltham, por sus leales nobles sajones.

domingo, 11 de abril de 2010

INVASIÓN DE IRLANDA POR LOS NORMANDOS (I) Antecedentes


Tras el intento de unificación política de la isla por parte de Brían Boru, el gran rey supremo de Irlanda, o también llamado emperador de los irlandeses, entre los siglos X y XI, y concretamente tras la batalla de Clontarf, del año 1014, la situación de la isla vuelve al status quo anterior, dominado por la inestabilidad política y la guerra como modus vivendi de los diferentes reyes y caudillos.

La isla de Irlanda había estado aislada del resto de Europa y de Britania cuando se vivían allí episodios de crucial importancia histórica. 
Así había permanecido al margen de Roma y de las invasiones bárbaras, mientras sus vecinos britanos recibían el aporte de la romanización en su zona sur, antes de ser invadidos por los sajones y otros pueblos germanos en torno a los siglos V y VI. Irlanda sin embargo vivía en un mundo casi mitológico en donde la guerra era vista poco menos que como un deporte que practicaban sus distintos reyes. Era, digamos, su forma de hacer política, mientras el Cristianismo, que penetrará en torno al siglo V, dio legitimidad, de alguna manera, a unas costumbres ancestrales muy arraigadas y que tenían en la fragmentación política y en la inestabilidad su principal característica.

Existía una figura conocida como rey supremo (árd rí) que daba una apariencia de unidad al caos político irlandés, ya que supuestamente ejercía cierta influencia sobre los reyes de las diferentes provincias y reinos menores. Sin embargo esta figura no era más que un elemento decorativo, y ningún árd rí ejerció jamás un poder real sobre toda la isla, salvo excepciones, como el ya mencionado Brían Boru, héroe del folclore irlandés, y cuya vida fue una lucha constante por imponer su poder sobre el resto de los reyes por un lado, mientras por otro debía hacer frente a la invasión de los vikingos noruegos y daneses, que habían fundado ya ciudades y reinos en Irlanda, como Dublín o Límerick.

El sueño del rey Brían por tanto duró lo mismo que su reinado, que termina en el 1014, pues muere en batalla frente a una coalición gaélico – vikinga encabezada por Leinster y el rey de Dublín, Sytric Barba de Seda. Se vuelve por tanto a la situación previa, y el nuevo rey supremo, su viejo enemigo y aliado ocasional Malachi Mór, ya no tendrá planes hegemónicos sobre Irlanda ni querrá convertir a ésta en un reino fuerte y unificado, sino que volverá al viejo sistema de guerra de todos contra todos.

Con esta situación tan inestable, no es extraño que todas las invasiones que ha sufrido Irlanda hayan cuajado, por así decirlo, ya que nunca ha existido un poder centralizado para hacerlas frente. Sin embargo los pueblos invasores acaban, tarde o temprano, entrando en el juego de la guerra constante y de la rivalidad entre reinos, provincias y clanes, hasta terminar, de alguna manera, gaelizándose, lo cual incluye también adoptar su lengua, casarse con mujeres locales y abrazar la forma de Cristianismo tan peculiar que se profesaba en la isla.

A salvo de la primera oleada de invasiones, que como sabemos terminó con el establecimiento de una serie de reinos germanos en lo que era el Imperio Romano de Occidente, Irlanda no se librará de la segunda, que en torno a los siglos IX, X y XI, hará recorrer a magiares, sarracenos y vikingos por buena parte de Europa. El carácter insular de Irlanda no fue obstáculo para que los vikingos, expertos navegantes como sabemos, saquearan todo el litoral primero para luego fundar los primeros asentamientos definitivos - y las primeras ciudades de la isla – como son Límerick, Cork, Wexford, Waterford y Dublín. A partir de principios del siglo IX somos por tanto testigos de un complicado proceso marcado por la guerra entre los mismos irlandeses y entre éstos y los invasores, con todo tipo de situaciones que incluyen enmarañadas alianzas, traiciones e intrigas que acabarán con la gaelización paulatina de los vikingos, que se integrarán en el entramado político irlandés, mientras que los isleños, siempre permeables, adoptan también las novedades traídas por los escandinavos, como la moneda o el modo de vida urbano. Mientras, la guerra, mal endémico en Irlanda desde el principio de los tiempos, seguía su curso, y los tiempos parecían no cambiar, hasta que llegó la siguiente invasión, a mediados del siglo XII. Ésta provenía de la vecina Inglaterra y corrió a cargo de caballeros normandos traídos de Francia por los Plantagenet.

viernes, 2 de abril de 2010

LOS JUDÍOS EN LA ESPAÑA BAJOMEDIEVAL (II) El pogromo de 1391



Todo el proceso que hemos visto en la entrada anterior tiene su punto culminante con la matanza de judíos acontecida en Sevilla en 1391, que luego se extendió por casi toda Andalucía, la meseta sur y el reino de Aragón y Navarra. Después de estos sucesos, nada sería ya como antes para la comunidad judía española, que será definitivamente expulsada de los reinos hispánicos en 1492, como sabemos.

Este momento coincide con un periodo de gran inestabilidad política como consecuencia de la muerte prematura del rey de Castilla Juan I, que cae del caballo en Alcalá de Henares, en el año 1390, y la sucesión de su hijo Enrique III de apenas 11 años. De nuevo la minoría de edad de un rey iba a perjudicar la estabilidad política del reino encumbrando a los nobles, deseosos como sabemos de acaparar más poder a costa del Estado y del pueblo. Los judíos iban a ser de nuevo la cabeza de turco, sobre todo aquellos que se habían enriquecido, algo intolerable para un cristiano.

La labor de propaganda contra los judíos y el poder real estimulada por la nobleza, a fin de beneficiarse de ello, tuvo su reflejo más cruel en las matanzas de 1391. La chispa que provocó el suceso tuvo que ver con las incendiarias predicaciones de un clérigo llamado Ferrán Martinez. Este personaje era arcediano de Écija, y ya había tenido problemas con el rey Juan I y también con la jerarquía eclesiástica, deseosa, como la monarquía, de mantener la paz y el orden, más él hacía caso omiso a las advertencias. La muerte del rey en 1390, y la del arzobispo de Sevilla el mismo año dejaron las manos libres a este clérigo, que provocó la rebelión de las gentes de la ciudad, que se lanzaron a la matanza y al pillaje frente a los judíos. Los saqueos se extendieron por las ciudades del valle del Guadalquivir y pronto pasaron a la meseta sur, a ciudades como Madrid, Cuenca o Toledo, capital, por así decirlo, del judaísmo español. Un mes después ocurriría lo mismo en la corona de Aragón, en ciudades como Lérida, Barcelona o Valencia, campo de acción esta última, del dominico y predicador san Vicente Ferrer cuyos discursos sobre el Judaísmo fueron interpretados por el pueblo de Valencia como una licencia para el robo y el saqueo. Unas doscientas personas fueron asesinadas en la ciudad. En Palma el número ascenderá a trescientas, a pesar del intento de las autoridades reales por impedir la matanza.

Los judíos españoles jamás habían experimentado un horror semejante, con lo que, junto con los exilios, al norte de África principalmente, comienzan las conversiones masivas. Antes ya se habían producido, ya que la situación de los hebreos en España nunca fue del todo cómoda, y hacerse cristiano permitía alcanzar dignidades y puestos en la administración, así como amasar fortuna sin ningún tipo de cortapisas. De este modo las primeras conversiones acontecen entre los estratos más altos de la sociedad judía, como es el caso de Isaac Golluf, hijo del tesorero de la reina doña Violante, esposa de Juan I, bautizado en 1389 como Juan Sánchez de Calatayud con una motivación meramente oportunista, o Salomón ha - Leví, rabino de Burgos, y que tras abrazar el Cristianismo en 1390, acabó como obispo de la ciudad bajo el nombre de Pablo de Santa María. Pero a partir de 1391 las conversiones fueron masivas y alcanzaron a judíos pobres y ricos por igual, y la motivación, más que responder a un mero oportunismo político, era otra muy diferente, el miedo.

Viendo las autoridades y la jerarquía eclesiástica esta situación, y a pesar de que no aprobaban los métodos, quedaron contentos con el resultado. Por lo que decidieron seguir fomentando estas conversiones, adoptando medidas legales. Así surgen una serie de disposiciones desde los primeros años del siglo XV destinadas, básicamente, a hacer la vida imposible a los judíos, para que se convirtieran. Así en 1405 tenemos el primer ordenamiento, y pronto se promulgarán, en 1412, las llamadas Leyes de Ayllón, a instancias, entre otros, del converso obispo de Burgos, y que prohíben a los judíos practicar una serie de oficios - casi todos los que hasta entonces venían haciendo -, mientras se les obligaba a llevar una serie de distintivos como una rodela bermeja, a fin de ser identificados; así mismo se les encerrará en barrios especiales, las llamadas juderías, de donde no podrán salir sin permiso. También se les obligaba a asistir a la iglesia un determinado número de veces al año y siendo sometidos a una humillante labor de proselitismo y catequesis.

Pero estas medidas serán menos severas andando el tiempo. Ya en 1420 muchas de sus prerrogativas caen en desuso, así la figura del judío sobrevive varias décadas más, sin pena ni gloria, mientras la figura del converso se convertirá ahora en el blanco de todos los odios.

jueves, 1 de abril de 2010

LOS JUDÍOS EN LA ESPAÑA BAJOMEDIEVAL


Los siglos XIV y XV son testigos, y lo mismo para el resto de Europa, de una serie de conflictos de índole social sin parangón en el continente. Las causas inmediatas apuntan directamente a la terrible crisis económica que se deja sentir desde principios del siglo XIV, y que trae aparejadas una serie de calamidades como hambrunas, epidemias y guerras. Sin embargo, la revuelta social tiene que ver también con otro elemento muy importante, y es la relativa madurez que estaba alcanzando el estamento popular, capaz de rebelarse y exigir sus derechos. Algo impensable en épocas anteriores y que responde a cierto espíritu laico imperante en la sociedad, así como a las nuevas corrientes de pensamiento que rechazaban de plano la rigidez y el inmovilismo social típicamente feudal. Tenemos así, en los reinos hispánicos, innumerables ejemplos que nos dan una idea de la conflictividad del momento. Hermandades urbanas se rebelaban así contra la rapiña de los poderosos, organizando revueltas que muchas veces derivaban en saqueos y pillaje, y que normalmente eran duramente reprimidas. El ejemplo más claro de estos altercados lo tenemos en las llamadas Guerras Irmandiñas, que ensangrentarán los campos gallegos durante los años centrales del siglo XV. Hermandades importantes serán igualmente las de las regiones castellanas de Álava o Vizcaya o ciudades como Salamanca. Mientras, se constatan revueltas antiseñoriales, más espontáneas, en los concejos de Sepúlveda, Tordesillas, o Aranda. Habrá así mismo revueltas típicamente rurales, como las de los payeses o campesinos catalanes, o disputas entre facciones o banderías urbanas como las que acontecerán en Barcelona durante la segunda mitad del siglo XV, y que desembocarán en una guerra civil.

Todos estos altercados, sin embargo, se verán siempre acompañados de un factor de vital importancia, que marcará la idiosincracia de la nación Española hasta bien entrada la época contemporánea, y es el elemento judío. O más bien antijudío.

El mito de la convivencia de las tres culturas no es más que eso, un mito. Lo que hubo en la península ibérica fue en realidad un cierto nivel de tolerancia marcada por los acontecimientos y por las necesidades de unos monarcas pragmáticos y eficaces en su gobierno. Los moriscos de las nuevas tierras reconquistadas eran útiles para el mantenimiento del agro levantino, por lo que se les tolera de buena gana. Los judíos por su parte fueron útiles colaboradores en los gobiernos de los reyes musulmanes, y ahora con sus nuevos amos, los cristianos, harían lo propio, sirviendo a la vez de útiles traductores y diplomáticos, por lo que se les tolera de buena gana también. Mientras, los cristianos tienen tierras y ciudades de sobra para repoblar, y aún más zonas que reconquistar. Así mientras todo va bien, las tres religiones se toleran, pero cuando en el siglo XIV la crisis estalla, los conflictos no se harán esperar.

La hostilidad hacia los judíos es más fuerte allí donde la hambruna o la epidemia se manifiesta con más virulencia, algo de sobra comprobado. Y normalmente se basa en una serie de rumores infundados, como las acusaciones de envenenar los pozos, o la práctica de macabros rituales con niños cristianos, amen del supuesto papel del judío en el manejo del dinero, enriqueciéndose a costa de la gente honrada y sencilla.

Esta situación se agravará a mediados del siglo XIV, durante el reinado de Pedro I de Castilla y las luchas que mantendrá contra su hermano Enrique de Trastámara, que derivará en una cruenta guerra civil en los reinos peninsulares. Tanto el rey Pedro como su padre Alfonso XI habían llevado una política de fortalecimiento del poder real, algo que estaba ocurriendo en otros lugares de Europa, y que perjudicaba los intereses de la nobleza, que no escatimará esfuerzos para truncar los planes de los diferentes reyes, soliviantando muchas veces el sentir popular con discursos puramente demagógicos. Mientras, los monarcas solían apoyarse en la burguesía y en las ciudades, y también en los judíos, cuya labor era inestimable como funcionarios en la corte, y cuya fidelidad al poder real estaba más que comprobada.

La nobleza, levantisca desde el principio contra la política de Pedro I de fortalecimiento del poder real, sacó desde un principio el tema judío para poner al pueblo en su contra. Se decía que los judíos estaban esquilmando a los cristianos con su implacable política fiscal, se recordaba que fueron ellos, los deicidas, los que vendieron España a los moros cuando la invasión del siglo VIII, e incluso decían que el propio rey don Pedro, a quien apodaron el Cruel, era en realidad hijo de un judío llamado Pero Gil, por lo que a los seguidores del monarca se les llamaba emperejilados. El hambre, la peste y la guerra civil entre los nobles y el rey hicieron el resto, con ataques a las aljamas de Toledo, Burgos o Valladolid.

El odio había ya sembrado su semilla, y aunque los sucesivos reyes, incluido el propio Enrique de Trastámara - que ocupa el trono en 1369 - ya no tendrán interés en fomentar la animadversión frente a los judíos, pues los necesitaban, a partir de este momento, este odio será la excusa ideológica que esgrimirán todos, el pueblo y los poderosos, para conseguir sus fines. Aunque el problema se agravará aún más en las décadas siguientes con la aparición de un elemento social aún más odiado que los judíos, se trata de los conversos.