Los siglos XIV y XV son testigos, y lo mismo para el resto de Europa, de una serie de conflictos de índole social sin parangón en el continente. Las causas inmediatas apuntan directamente a la terrible crisis económica que se deja sentir desde principios del siglo XIV, y que trae aparejadas una serie de calamidades como hambrunas, epidemias y guerras. Sin embargo, la revuelta social tiene que ver también con otro elemento muy importante, y es la relativa madurez que estaba alcanzando el estamento popular, capaz de rebelarse y exigir sus derechos. Algo impensable en épocas anteriores y que responde a cierto espíritu laico imperante en la sociedad, así como a las nuevas corrientes de pensamiento que rechazaban de plano la rigidez y el inmovilismo social típicamente feudal. Tenemos así, en los reinos hispánicos, innumerables ejemplos que nos dan una idea de la conflictividad del momento. Hermandades urbanas se rebelaban así contra la rapiña de los poderosos, organizando revueltas que muchas veces derivaban en saqueos y pillaje, y que normalmente eran duramente reprimidas. El ejemplo más claro de estos altercados lo tenemos en las llamadas Guerras Irmandiñas, que ensangrentarán los campos gallegos durante los años centrales del siglo XV. Hermandades importantes serán igualmente las de las regiones castellanas de Álava o Vizcaya o ciudades como Salamanca. Mientras, se constatan revueltas antiseñoriales, más espontáneas, en los concejos de Sepúlveda, Tordesillas, o Aranda. Habrá así mismo revueltas típicamente rurales, como las de los payeses o campesinos catalanes, o disputas entre facciones o banderías urbanas como las que acontecerán en Barcelona durante la segunda mitad del siglo XV, y que desembocarán en una guerra civil.
Todos estos altercados, sin embargo, se verán siempre acompañados de un factor de vital importancia, que marcará la idiosincracia de la nación Española hasta bien entrada la época contemporánea, y es el elemento judío. O más bien antijudío.
El mito de la convivencia de las tres culturas no es más que eso, un mito. Lo que hubo en la península ibérica fue en realidad un cierto nivel de tolerancia marcada por los acontecimientos y por las necesidades de unos monarcas pragmáticos y eficaces en su gobierno. Los moriscos de las nuevas tierras reconquistadas eran útiles para el mantenimiento del agro levantino, por lo que se les tolera de buena gana. Los judíos por su parte fueron útiles colaboradores en los gobiernos de los reyes musulmanes, y ahora con sus nuevos amos, los cristianos, harían lo propio, sirviendo a la vez de útiles traductores y diplomáticos, por lo que se les tolera de buena gana también. Mientras, los cristianos tienen tierras y ciudades de sobra para repoblar, y aún más zonas que reconquistar. Así mientras todo va bien, las tres religiones se toleran, pero cuando en el siglo XIV la crisis estalla, los conflictos no se harán esperar.
La hostilidad hacia los judíos es más fuerte allí donde la hambruna o la epidemia se manifiesta con más virulencia, algo de sobra comprobado. Y normalmente se basa en una serie de rumores infundados, como las acusaciones de envenenar los pozos, o la práctica de macabros rituales con niños cristianos, amen del supuesto papel del judío en el manejo del dinero, enriqueciéndose a costa de la gente honrada y sencilla.
Esta situación se agravará a mediados del siglo XIV, durante el reinado de Pedro I de Castilla y las luchas que mantendrá contra su hermano Enrique de Trastámara, que derivará en una cruenta guerra civil en los reinos peninsulares. Tanto el rey Pedro como su padre Alfonso XI habían llevado una política de fortalecimiento del poder real, algo que estaba ocurriendo en otros lugares de Europa, y que perjudicaba los intereses de la nobleza, que no escatimará esfuerzos para truncar los planes de los diferentes reyes, soliviantando muchas veces el sentir popular con discursos puramente demagógicos. Mientras, los monarcas solían apoyarse en la burguesía y en las ciudades, y también en los judíos, cuya labor era inestimable como funcionarios en la corte, y cuya fidelidad al poder real estaba más que comprobada.
La nobleza, levantisca desde el principio contra la política de Pedro I de fortalecimiento del poder real, sacó desde un principio el tema judío para poner al pueblo en su contra. Se decía que los judíos estaban esquilmando a los cristianos con su implacable política fiscal, se recordaba que fueron ellos, los deicidas, los que vendieron España a los moros cuando la invasión del siglo VIII, e incluso decían que el propio rey don Pedro, a quien apodaron el Cruel, era en realidad hijo de un judío llamado Pero Gil, por lo que a los seguidores del monarca se les llamaba emperejilados. El hambre, la peste y la guerra civil entre los nobles y el rey hicieron el resto, con ataques a las aljamas de Toledo, Burgos o Valladolid.
El odio había ya sembrado su semilla, y aunque los sucesivos reyes, incluido el propio Enrique de Trastámara - que ocupa el trono en 1369 - ya no tendrán interés en fomentar la animadversión frente a los judíos, pues los necesitaban, a partir de este momento, este odio será la excusa ideológica que esgrimirán todos, el pueblo y los poderosos, para conseguir sus fines. Aunque el problema se agravará aún más en las décadas siguientes con la aparición de un elemento social aún más odiado que los judíos, se trata de los conversos.
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