Habíamos hablado de la forma de dominación que la Horda de Oro ejercía sobre
los rusos, y que se asemejaba bastante al neocolonialismo actual. Las elites
prestaban vasallaje a los tártaros y se enriquecían enormemente recaudando
impuestos para ellos. Esta situación podría haberse prolongado ad infinitum, ya que los grandes nobles
vivían de acuerdo a su status y la
Horda les dejaba, relativamente, en paz mientras recibiera
sus tributos puntualmente. Todos contentos por lo tanto, menos el pueblo claro,
de quien puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que lo mismo le daba estar
bajo el yugo tártaro que bajo el látigo de sus propios nobles.
En el contexto de un país que no tiene poder de decisión porque está
en manos de un poder extranjero, como era el caso de los principados rusos, es
cuando se hace especialmente necesario el surgimiento de líderes capaces. Obviamente
ninguno de estos grandes señores estaba tan loco como para enfrentarse al khan directamente,
pero de ahí a la cobardía suprema va un trecho. Leyendo las fuentes, no es difícil
llegar a la conclusión de que la mayoría de los boyardos pensaban más en su
propio interés que en el de la nación, y no les preocupaba lo más mínimo vender
y sojuzgar a su pueblo con tal de mantener sus privilegios. Los khanes lo sabían
y por ello cada vez que, digamos, aflojaban un poco la cuerda, lo hacían
alimentando la codicia inagotable de estos magnates rusos. Así, como ya hemos
visto, les dieron el privilegio de recaudar impuestos para el khan, entre otras
cosas. Nadie parecía tener la idea romántica de librarse del todo del yugo de la Horda de Oro, aunque fuese
un sacrificio inmenso, ya que los que los menos predispuestos a tales esfuerzos
eran los propios nobles.
Pero en el mundo de las ideas, si hablamos de aquello que está más allá
de lo tangible, es inevitable citar a la Iglesia.
Si alguien podía infundir el las gentes el sentimiento de
unidad, era ella. Esta institución, por supuesto, podía ser usada por los
magnates para infundir en el pueblo la resignación y la apatía, sin embargo la Iglesia rusa, que había
elaborado toda una teoría sobre la necesidad de mantener la pureza de la
ortodoxia desde Constantinopla a Kiev y ahora a los principados del norte, y que
pronto consideraría a Moscú la tercera Roma, y único enclave cristiano verdadero
(no olvidemos que Constantinopla estaba a punto de caer bajo los turcos y que en
Roma imperaba la corrupción más absoluta, con el cisma de Avignon a la vuelta).
Esta Iglesia, digo, no iba a permitir por mucho tiempo la sumisión a los tártaros.
Por ello, aquellos gobernantes moscovitas que mejores relaciones tuvieron con
los patriarcas, fueron aquellos que más éxito tuvieron plantando cara a la Horda de Oro.
Uno de estos gobernantes será el príncipe moscovita Iván I (gran Príncipe
de 1328 a
1340), bajo cuyo reinado, Moscú se sentirá por vez primera verdaderamente
fuerte. Iván fue capaz de elevar la moral del pueblo, mantuvo siempre a la Iglesia a su lado (Moscú
será ahora sede metropolitana) y sobre todo será lo suficientemente astuto como
para afianzar sus dominios y establecer una poder hereditario, una verdadera dinastía,
y todo ello sin ofender al khan.
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