Habíamos visto los diferentes factores
que hicieron que Moscú empezara a destacar sobre las otras ciudades del
noroeste de Rusia: uno de ellos era el carisma de los gobernantes moscovitas,
que tuvieron que hacer verdaderos equilibrios para no caer en desgracia frente
a sus señores los tártaros de la
Horda, imponerse sobre sus súbditos rusos de manera favorable
y a la vez no perder el favor de la Iglesia
Ortodoxa, que como hemos visto, dio el espaldarazo definitivo
a Moscú frente a las otras ciudades rusas al trasladar allí la sede
metropolitana desde la decadente Kiev.
En unos momentos en donde los tártaros
no estaban en condiciones de exigir demasiado a los rusos debido a que los
católicos polacos y lituanos amenazaban el flanco occidental de su imperio, fue
precisamente la Iglesia Ortodoxa
quien más contribuyó a dotar a la segunda Rusia (la que surgió de la ruinas de
Kiev) de una identidad fuerte frente a sus enemigos herejes de occidente y sus
señores infieles de oriente.
Todo comenzó con el traslado de la sede
metropolitana de Kiev a Vladimir en
1299, y después a Moscú en tiempos
del patriarca Pedro (1308 – 1329), a
instancias de su príncipe, Iván I.
En 1325 ambos acordaron la construcción de la iglesia de la Dormición (1325) en
donde ambos están enterrados. Otros eclesiásticos carismáticos que confirman el
buen momento de la Iglesia
rusa, de lo cual Moscú se benefició enormemente, son Sergio de Rádonezh (1315 – 1392), héroe ortodoxo, renovador y
fundador de monasterios (no dejéis de mirar el magnífico cuadro de Ernst Lissner que muestra a San Sergio
bendiciendo a Dimitri Donskói antes
de la batalla de Kulikovo), el
pintor Andrei Rublev (tampoco dejéis
de ver la película que hizo Andrey Tarkovsky en 1966 sobre su vida)
o el misionero San Esteban (1340 –
1396).
Este
periodo en el que Moscú comienza a afianzarse en el noroeste coincide con el reinado
de Iván I (1325 – 1340), de quien
hablaremos pronto.
Los
tártaros de la Horda
de Oro aún no veían a los rusos como un peligro real. Para ellos eran unos
cristianos que guardaban la región noroccidental de su imperio, pagaban sus
tributos puntualmente y no daban mayores problemas. Esto no quiere decir que no
hubiera campañas punitivas contra los rusos de cuando en cuando, para que no se
confiaran. Estas expediciones de castigo nunca asolaban la región completa,
sino que afectaban a ciudades sueltas o a pequeñas zonas a elección del Kan, de
este modo los rusos nunca se sentían seguros, y por lo tanto seguían
colaborando. A la vez, es justo decir, que las ciudades rusas prosperaron
enormemente bajo la protección de la Horda, ya que solos nunca hubieran
podido sobrevivir a la amenaza occidental, ya sean estos germanos, polacos o
lituanos, católicos todos, dispuestos a eliminar la identidad rusa de la faz de
la tierra, y que se basaba, como sabemos, en el cristianismo ortodoxo. Los
Kanes de la Horda
de Oro sin embargo (recién convertidos por estas fechas al Islam) siempre
fueron tolerantes con las opciones religiosas de sus súbditos.
Una
de las formas de colaboración habitual de los rusos con sus señores era la
autorecaudación de impuestos para la Horda.
En un principio los kanes tenían a unos recaudadores llamados
baskak, funcionarios estacionados en
guarniciones militares que ejercían de facto la función de gobernadores de una darugha (o pequeña entidad territorial
mongola, similar a una provincia). Con el tiempo, los kanes delegaron esta
función en las familias nobles rusas, que recaudaban los tributos (lo que les
elevaba a la categoría de gobernadores) para la Horda de Oro. Esta
circunstancia podría hacernos pensar que los tártaros habían aflojado la cuerda
un tanto, concediendo más autonomía a los rusos, que prácticamente se
autogobernaban. Esto no es del todo cierto, y lo que nos encontramos aquí es
una forma de dominación diferente, aunque igualmente efectiva, que recuerda a
las formas actuales de colonialismo moderno: las grandes corporaciones, hoy día,
pactan con las elites locales de los países cuyos recursos pretenden sustraer (petroleo,
oro, café etc), permitiendo la extracción indiscriminada de su riqueza, a
cambio de un pingüe beneficio. Así la compañía se queda con todo, la elite
local amasa a cambio una gran fortuna por vender los recursos de su país, y el
resto de la población (que suele ser más del 95%) queda ajena a este proceso, y
por supuesto no ve un duro. Pues bien, algo así pasaba en la Rusia de la primera mitad
del siglo XIV.
Bien
es cierto que hay países que siguen en esta situación de dependencia de por
vida, mientras que otros pronto se sacuden el yugo colonial para iniciar su
propia andadura, como sería el caso del Japón de finales del siglo XIX, por
ejemplo, que pasó de colonizado a colonizador y creador de un imperio comercial
en apenas unas décadas.
El
caso de los principados rusos en esta época recordaría al de los países del
segundo tipo. Estuvieron al lado de los kanes, pagaron sus tributos y lucharon
por ellos, pero solo mientras los kanes fueron fuertes.
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