martes, 10 de enero de 2012

EL SURGIMIENTO DE LA CIUDAD MEDIEVAL












A raíz de la desaparición del imperio romano asistimos a un proceso de empobrecimiento paulatino que afecta al modelo social y económico que se había desarrollado en Europa en los últimos siglos. El sistema urbano no será ajeno a esta nueva situación, provocada no solo por el colapso de Roma, sino por el establecimiento de pueblos bárbaros, de economía básicamente rural, dentro de sus fronteras.

Esta ruptura con el mundo antiguo no fue, sin embargo, tan radical. Y esto lo demuestran dos elementos fundamentales que debemos tener en cuenta, y que nos acercan a la realidad de la transición hacia el Medievo.

La Iglesia no solo sobrevivirá al derrumbe del imperio, sino que será la gran beneficiada de la nueva situación, alzándose con gran parte de los poderes terrenales presentes en Europa y gozando casi de un monopolio absoluto en materia espiritual. Las antiguas ciudades romanas se convierten ahora, de la mano de la Iglesia, en sedes episcopales, mientras que muchas de las tradiciones de la Antigüedad, perduran gracias a ella.

El segundo elemento que suaviza el cambio lo encontramos en Italia, cuna de la civilización romana, y que al encarar la Edad Media, lo hará siempre teniendo en cuenta las estructuras de su rico pasado. Esta continuidad está presente también en sus ciudades, que nunca perdieron su importancia del todo, siendo gérmenes todas ellas de las ricas y populosas ciudades italianas de la Baja Edad Media.  Estas características son extrapolables, aunque en menor medida, a otras regiones romanizadas de Europa occidental, como el sur de Francia, el norte de África y buena parte de la península ibérica.

A pesar de estos dos elementos, la decadencia urbana es notable en toda Europa durante los primeros siglos del Medievo. Y con la excepción del loable y fallido intento de renacimiento carolingio, las ciudades no pasaban de ser en la mayoría de los casos centros episcopales o plazas fortificadas para refugiarse en caso de ataque.

Es a partir del siglo XI, e incluso antes, cuando los núcleos urbanos, adormecidos durante cinco siglos, empiezan a tomar poco a poco protagonismo.

La visión más clásica a este respecto es la de Henri Pirenne, que en su obra sobre las ciudades en la Edad Media, vincula el renacer urbano directamente al desarrollo comercial. Según el historiador belga, todo surge a raíz de la sedentarización de grupos de mercaderes en torno a las “civitas” episcopales, o a los antiguos “burgos” carolingios. Los comerciantes crearán prósperos barrios extramuros llamados “portus” o “nuevos burgos” en torno estas las “protociudades” altomedievales, hasta acabar, con el tiempo, formando parte de un todo más o menos homogéneo.

La visión de Pirenne es clásica, aunque está desfasada. Ya algunos de sus discípulos, como el propio Ganshof, se dieron cuenta de que vincular comercio a desarrollo urbano no es aplicable a toda Europa, sino tan solo a la región comprendida en el centro y oeste del continente (Países Bajos, Bélgica, y parte de Francia y Alemania).

Hoy se piensa que las “protociudades” altomedievales tuvieron un papel comercial nada desdeñable. Es más, muchos de los causantes del retraimiento económico del periodo, como los invasores vikingos o musulmanes, fueron, a la vez, grandes fundadores de ciudades, a la par que buenos comerciantes. Por lo tanto, el papel de los mercaderes errantes, aunque fue relevante, tuvo un impacto relativo.

Así mismo, hoy también se piensa que si el verdadero motor de la economía medieval fue la agricultura, las ciudades no fueron en, modo alguno, ajenas a esto. Así, la expansión agrícola traería consigo un crecimiento demográfico que cristalizaría en núcleos de población con formas económicas más avanzadas, por lo que muchas de las ciudades medievales las encontramos no solo en las rutas comerciales sino en las zonas agrícolas más prósperas.

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