jueves, 26 de abril de 2012

RUSIA EN LA BAJA EDAD MEDIA (IV) Mongoles y tártaros





Los dueños de la estepa infinita. Señores del este, creadores de vastos imperios, nómadas y paganos.

Así eran en principio los enemigos naturales de los príncipes rusos. Andando el tiempo, al igual que los mongoles, y después de que Tarmerlán acabara con la influencia del cristianismo en los pueblos túrquicos, los tártaros acabaron por adaptar el islam, una religión que les dio una nueva identidad, más acorde con unos pueblos que ya no trataban de conquistar por que sí, como los mongoles en el siglo XIII, sino de afianzar lo conquistado y de crear una administración eficaz. En definitiva, querían consolidar sus imperios y hacerlos perdurar en el tiempo.

Los rusos siempre hablaron de tártaros al referirse a los pueblos de la estepa. Y aunque esta palabra daba nombre a una de las tribus mongolas que a partir de finales del siglo XII salieron de Asia a conquistar el mundo, con el tiempo acabó por designar, independientemente de su origen, raza o religión, a todo pueblo estepario al este del limes ruso.

Los mongoles podrían ser considerados como los antepasados de los tártaros, que salieron del este de Asia en diferentes tribus unidas por el famoso Chinguis Kan (Gengis Kan no es más que una mala traducción europea de un texto árabe). Chinguis era señor de las diferentes tribus de Mongolia desde 1190, aunque su expansión más allá de sus fronteras no comenzó hasta 1215, fecha de las primeras victorias contra el imperio Jin, situado al noreste de China. En 1218, los mongoles deciden entonces mirar hacia occidente, con terribles consecuencias para el mundo islámico, cuyo único rival hasta ahora estaba al oeste, y para los cristianos europeos, sobre todo para los príncipes de la primera Rusia. Afortunadamente para ellos, Chinguis muere en 1227, sin embargo el poderío mongol estaba en su apogeo, por lo que a pesar de las luchas por la sucesión, las rápidas hordas mongolas siguieron expandiéndose hacia los cuatro puntos cardinales afanosos por conquistar el mundo.

En lo que respecta a los príncipes rusos, el peor momento estaba por llegar. El área dominada por los mongoles en aquella región fue dividida en dos entidades, que son la Horda Blanca, bajo Orda Kan, y que comprende los territorios en la región sur y este del Volga, y la Horda Azul bajo otro nieto de Chingis, llamado Batu Kan, que ocuparía la región occidental y que será el responsable del asalto a Rusia y después a Europa occidental.

En efecto, Batu Kan recorrió gran parte del territorio ruso sembrando la muerte y la desolación a su paso. La propia Kiev fue saqueada sin piedad en 1240, y lo que conocemos como Rus de Kiev nunca volvió a recuperarse. Los principados rusos de este estado pasaron a ser vasallos de la Horda. Solo las ciudades norteñas como Novgorod, por la lejanía y el frío, se salvaron de la ira de los mongoles.

Los mongoles de Batu Kan, bajo el carismático general Subotai, saquearon también como sabemos buena parte de Europa central, llegando hasta Austria, sin embargo, cuando parecía que iban a plantarse en las orillas mismas del Atlántico, el Gran Kan, Ogodei, muere. Estamos en el 1241, y tanto Batu como su general Subotai han de ir a China para asistir a la elección del nuevo Kan, para lo cual habrá que esperar 5 años. Europa se había salvado in extremis. Además, ningún mongol volvió a poner sus ojos tan al oeste nunca más. La civilización feudal europea pudo por tanto proseguir su camino. Y en cuanto a Rusia, aunque herida casi de muerte, como va dicho, conservó su identidad y pudo resurgir en las regiones norteñas del principado de Kiev, en torno a ciudades como Tver, Moscú, Vladimir o Riazán.

Los sucesores de Batu Kan, que fueron su hijo Sartaq y posteriormente su hermano Berke, perdieron el interés por conquistar Europa occidental. Es decir, no veían con buenos ojos una expansión cuando a todas luces las divisiones internas dentro del imperio mongol eran más que evidentes, así prefirieron consolidar el territorio.

Durante el reinado de Sartaq, personaje con tintes legendarios, se consolida la llamada Horda de Oro, que englobaba las hordas azul y blanca. Esta Horda comprendía la parte occidental del disgregado imperio mongol, aquella que observaban los cristianos europeos de entonces desde su flanco más oriental, ocupado, como sabemos por los rusos. Los principados del viejo Rus por tanto, que al igual que los reinos hispánicos del mismo periodo, hacían de escudo y pantalla de la cristiandad frente a los bárbaros.

En cuanto a Berke, se convirtió al islám. Un hecho significativo y de vital importancia, pues después de él, todos los kanes de la Horda de Oro profesaro esta religión.

Mientras tanto Europa occidental, no volvió a sufrir ataques mongoles. Fue, paradójicamente el mundo islámico, concretamente el imperio de los abasidas quien sufre a partir de ahora su furia, que les hará llegar hasta Siria y Egipto, y arruinando como sabemos Bagdad y el imperio abásida. Estas acciones fueron llevadas a cabo por otra rama mongola que nada tenía que ver con la Horda de Oro, y que acabó fundando el llamdo ilkanato persa. Otra historia.

Mientras la Horda de Oro consolidaba su poder, y establecía su capital en la fastuosa Sarai, en el bajo Volga, el componente étnico mongol dejó de ser exclusivo, y acabó englobando a diferentes pueblos túrquicos de las estepas. La adopción del islám les dotó así mismo de una identidad diferente a la de sus hermanos de oriente, asentados en China.

El término tártaro pareció ser entonces más adecuado para designar a estos pueblos. Los tártaros de la Horda de Oro, y los reinos herederos (la Horda de Nogai, Kanatos de Kazán, de Crimea o de Astrakán entre otros) serán dueños de la estepa rusa hasta bien entrado el siglo XVI, cuando los moscovitas de Iván el Terrible comiencen lenta pero inexorablemente su expansión hacia el este, que les llevará al mar del Japón en menos de un siglo.

sábado, 21 de abril de 2012

RUSIA EN LA BAJA EDAD MEDIA (III) Moscú se afianza bajo el patronazgo de la Horda de Oro








Habíamos visto los diferentes factores que hicieron que Moscú empezara a destacar sobre las otras ciudades del noroeste de Rusia: uno de ellos era el carisma de los gobernantes moscovitas, que tuvieron que hacer verdaderos equilibrios para no caer en desgracia frente a sus señores los tártaros de la Horda, imponerse sobre sus súbditos rusos de manera favorable y a la vez no perder el favor de la Iglesia Ortodoxa, que como hemos visto, dio el espaldarazo definitivo a Moscú frente a las otras ciudades rusas al trasladar allí la sede metropolitana desde la decadente Kiev.

En unos momentos en donde los tártaros no estaban en condiciones de exigir demasiado a los rusos debido a que los católicos polacos y lituanos amenazaban el flanco occidental de su imperio, fue precisamente la Iglesia Ortodoxa quien más contribuyó a dotar a la segunda Rusia (la que surgió de la ruinas de Kiev) de una identidad fuerte frente a sus enemigos herejes de occidente y sus señores infieles de oriente.

Todo comenzó con el traslado de la sede metropolitana de Kiev a Vladimir en 1299, y después a Moscú en tiempos del patriarca Pedro (1308 – 1329), a instancias de su príncipe, Iván I. En 1325 ambos acordaron la construcción de la iglesia de la Dormición (1325) en donde ambos están enterrados. Otros eclesiásticos carismáticos que confirman el buen momento de la Iglesia rusa, de lo cual Moscú se benefició enormemente, son Sergio de Rádonezh (1315 – 1392), héroe ortodoxo, renovador y fundador de monasterios (no dejéis de mirar el magnífico cuadro de Ernst Lissner que muestra a San Sergio bendiciendo a Dimitri Donskói antes de la batalla de Kulikovo), el pintor Andrei Rublev (tampoco dejéis de ver la película que hizo Andrey Tarkovsky en 1966 sobre su vida) o el misionero San Esteban (1340 – 1396).

Este periodo en el que Moscú comienza a afianzarse en el noroeste coincide con el reinado de Iván I (1325 – 1340), de quien hablaremos pronto.

Los tártaros de la Horda de Oro aún no veían a los rusos como un peligro real. Para ellos eran unos cristianos que guardaban la región noroccidental de su imperio, pagaban sus tributos puntualmente y no daban mayores problemas. Esto no quiere decir que no hubiera campañas punitivas contra los rusos de cuando en cuando, para que no se confiaran. Estas expediciones de castigo nunca asolaban la región completa, sino que afectaban a ciudades sueltas o a pequeñas zonas a elección del Kan, de este modo los rusos nunca se sentían seguros, y por lo tanto seguían colaborando. A la vez, es justo decir, que las ciudades rusas prosperaron enormemente  bajo la protección de la Horda, ya que solos nunca hubieran podido sobrevivir a la amenaza occidental, ya sean estos germanos, polacos o lituanos, católicos todos, dispuestos a eliminar la identidad rusa de la faz de la tierra, y que se basaba, como sabemos, en el cristianismo ortodoxo. Los Kanes de la Horda de Oro sin embargo (recién convertidos por estas fechas al Islam) siempre fueron tolerantes con las opciones religiosas de sus súbditos.

Una de las formas de colaboración habitual de los rusos con sus señores era la autorecaudación de impuestos para la Horda. En un principio los kanes tenían a unos recaudadores llamados baskak, funcionarios estacionados en guarniciones militares que ejercían de facto la función de gobernadores de una darugha (o pequeña entidad territorial mongola, similar a una provincia). Con el tiempo, los kanes delegaron esta función en las familias nobles rusas, que recaudaban los tributos (lo que les elevaba a la categoría de gobernadores) para la Horda de Oro. Esta circunstancia podría hacernos pensar que los tártaros habían aflojado la cuerda un tanto, concediendo más autonomía a los rusos, que prácticamente se autogobernaban. Esto no es del todo cierto, y lo que nos encontramos aquí es una forma de dominación diferente, aunque igualmente efectiva, que recuerda a las formas actuales de colonialismo moderno: las grandes corporaciones, hoy día, pactan con las elites locales de los países cuyos recursos pretenden sustraer (petroleo, oro, café etc), permitiendo la extracción indiscriminada de su riqueza, a cambio de un pingüe beneficio. Así la compañía se queda con todo, la elite local amasa a cambio una gran fortuna por vender los recursos de su país, y el resto de la población (que suele ser más del 95%) queda ajena a este proceso, y por supuesto no ve un duro. Pues bien, algo así pasaba en la Rusia de la primera mitad del siglo XIV.

Bien es cierto que hay países que siguen en esta situación de dependencia de por vida, mientras que otros pronto se sacuden el yugo colonial para iniciar su propia andadura, como sería el caso del Japón de finales del siglo XIX, por ejemplo, que pasó de colonizado a colonizador y creador de un imperio comercial en apenas unas décadas.

El caso de los principados rusos en esta época recordaría al de los países del segundo tipo. Estuvieron al lado de los kanes, pagaron sus tributos y lucharon por ellos, pero solo mientras los kanes fueron fuertes.